José Gregorio Hernández

 

 

Pbro. José Alberto Rodríguez

 

 

 

Colección Novelas Católicas

 La siguiente es una Novela especial, porque traduce los hechos reales del Dr. José Gregorio Hernández, desde su graduación de médico en 1888 hasta su muerte en 1919. 

Que su lectura nos ayude a conocerlo mejor.

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Nació en Isnotú, Trujillo, el 26 de octubre de 1864. A los trece años es trasladado a Caracas para cursar estudios secundarios y superiores...

 

 

CARACAS, AGOSTO DE 1888

 

C

uando José Gregorio Hernández recién se había graduado de médico, su gran amigo, el Dr. Dominici, le ofreció buenas posibilidades para ejercer la profesión en Caracas.

 

Te puedo ayudar a activar un consultorio aquí en Caracas le dijo con gesto entusiasta.

–¡Cómo le agradezco su gesto, doctor Dominici! Pero, debo decirle que mi puesto no está aquí. Debo marcharme a mi pueblo. En Isnotú no hay médicos y mi puesto está allí, allí donde un día mi propia madre me pidió que volviera para que aliviara los dolores de la gente humilde de nuestra tierra.

A José Gregorio en ese momento lo devoraba un enorme celo por sus raíces, un sentido gusto por cumplir la palabra dada, y, sobre todo, un espíritu sencillo que sólo se complace en servir y ayudar los demás.  Su intuición, que sobrepasaba lo meramente material, le daba motivos suficientes para tomar esa decisión; pues, la compasión y caridad que llevaba dentro hacían que su mirada se dirigiera a donde más lo necesitaban.

 

CAPÍTULO 1

EN CAMINO A SU TIERRA

 

             –¡Vamos como sardinas en lata! –dijo un pasajero en un barco que había salido de La Guaira día y medio antes. Su destino era Puerto Cabello. 

            Allí también iba el recién graduado Dr. José Gregorio Hernández Cisneros,  quien se dirigía, por transbordo, a su pueblo natal de Isnotú Estado Trujillo de Venezuela. Contaba con 24 años de edad. Iba con sus sentimientos cristianos bien firmes: tenía un incontenible deseo de Dios y una sed inmensa de caridad. Imaginaba las muchas penurias que pasaban los pobres  de Isnotú y se decía en su interior: "fui a Caracas con el propósito de estudiar. Ahora que soy médico, debo retribuir a mi pueblo lo que allí recibí. ¡Cómo no recordar a mi santa madre! Lo primero que haré, al llegar, será visitar su tumba".   

            Al Dr. Hernández le gustaba, durante los viajes, leer literatura del doctor Matheus, porque de él absorbía los más puros conocimientos científicos en materia de Medicina. Pero, en este viaje no leía nada, porque su amigo Domicini le había recomendado no hacerlo para evitar el mareo que en los largos viajes le afectaban.

            No leía libros, pero estaba frente al gran libro de la naturaleza. Aquellas aguas del mar, con su horizontalidad, le hacían repasar los salmos donde se alaba a Dios por la maravilla de la Creación. Allí saboreaba el versículo cinco del salmo 92  que dice: "qué magníficas son tus obras, Señor, qué profundos tus designios". En el trayecto de este viaje, también pensaba en los amigos que había dejado en Caracas: los quería mucho y, como es lógico, le dolía la separación.

            Casi llevaban  dos días de recorrido en aquel monótono viaje. El joven médico llevaba en su interior el secreto de la suprema sabiduría: tender de continuo al Reino de los cielos por el menosprecio de las cosas de este mundo. De pronto alguien  dijo: 

            –Ya casi llegamos a puerto. 

            Efectivamente, en un par de horas habían atracado en Puerto Cabello. Era el año 1888.   

 

           DOS DÍAS EN PUERTO CABELLO

            Al llegar a Puerto Cabello, una de sus primeras acciones fue asistir a misa para cumplir el precepto dominical. Era el domingo 19 de agosto del año 1888. Cuando estaba en la pequeña Iglesia le llamaron la atención los adornos que ésta tenía. 

            –¡Una gran fiesta se prepara aquí! –exclamó José Gregorio, con asombro. 

            –Sí –respondió una feligrés, algo anciana, que allí estaba–: Cada domingo es día del Señor y por eso nos esforzamos para también darlo a entender externamente. 

            José Gregorio era amigo de lo sencillo. No se recreaba en forzadas pomposidades.  Ya iniciada la celebración, nuestro santo puso en práctica lo que había escrito en su adolescencia sobre cómo lograr una buena participación en la santa Misa. Durante la ceremonia,  su oración interior era por muchas cosas, pero también para que el cielo conservase, a pesar de la ausencia, su amistad con su gran y permanente amigo, el Dr. Domicini: "Señor, mantén vivo el cariño que  hace de nuestras dos almas una sola".

            El sermón de esa misa le pareció muy insípido en cuanto a espiritualidad y doctrina,  a él, cuya alma estaba habituada a las más altas reflexiones y exquisiteces espirituales del libro La Imitación de Cristo; sin embargo, allí estaba el hombre cabal: como un feligrés más entre la asamblea, con su traje negro bien presentado y un corazón liberado de críticas destructivas.        

            La noche de ese domingo la pasó con melancolía y sentimiento, debido al recuerdo de sus amigos, especialmente su colega y amigo  Dominici. Se desahogó con su amiga Clara Couturier y le soltó un pensamiento sincero y muy humano:

            –Yo nunca pensé que iba a ser tan duro el venirme.

            El lunes por la mañana quiso hacer un paseo por la ciudad para conocerla y detallarla. Iba con Clara Couturier.

            –Puerto Cabello me da muy mala impresión con sus calles estrechas y sumamente sucias –dijo nuestro joven médico a su acompañante–: lo que sí me sorprende es ver muchas casas rodeadas de rosas: ¡el olor a rosas es exquisito!  

          MIENTRAS TANTO EN ISNOTÚ 

            El padre y la madrastra de José Gregorio, Benigno Hernández y María Hersilia, su nueva esposa (la madre de José Gregorio había muerto en 1872), preparaban los espacios con mucha alegría para recibir a José Gregorio en la casa que lo vio nacer,  lo mismo su hermana María Isolina. 

            –Podríamos ir a la posada de don Aníbal a esperar a José Gregorio –decía el emocionado Benigno. 

            –Recuerda que estos viajes son largos y difíciles, por lo que no sabemos con exactitud el día de su llegada –respondióle Isolina.

 

 

 

 

           CUATRO DÍAS EN CURAZAO 

            José Gregorio,  presa de un sano deseo de conocer,  aprovechaba el viaje a su tierra para detallar distintos ambientes de su patria,  pues en realidad no era fácil viajar en aquella época tan carente de medios de transporte y había que aprovechar la oportunidad. 

            Así que, sale de Puerto Cabello en barco y llega a la Isla de Curazao el 21 de agosto de 1888. Hizo un paseo por los hospitales y le llamó la atención el aseo impecable de aquellos recintos. Allí conoce un insigne personaje. 

            –Soy el doctor Langskberg.

            –Un gusto conocerle, ilustrísimo. Soy José Gregorio Hernández, médico egresado de la Universidad Central de Venezuela.

            –Es un prestigio estudiar en esa Universidad. 

            Después de un largo rato de conversación, José Gregorio toca el tema religioso con el holandés Dr. Langskberg y le dice referente a las religiosas que atienden el hospital. 

             –Este lugar está servido por hermanas de la caridad y me he convencido más de la utilidad de esta institución, ya que las monjas hacen todo con una heroicidad que sólo da el catolicismo. 

            Mientras caminaban por las habitaciones del hospital, observaron un hombre que había tenido una fractura de fémur y llevaba cuarenta días inmóvil en un aparato de madera. José Gregorio se compadeció interiormente y, mientras conversaba con el afamado médico, su espíritu reflexivo le hizo pensar algo muy positivo sobre la monja que curaba las escaras al enfermo: "en la cara de esta hermana veo tanta santidad que tengo deseos de venerarla como si estuviese ya canonizada".

            Al tercer día de haber estado en Curazao,  José Gregorio visitó, junto al Dr. Langskberg, un colegio de monjas que se ubicaba fuera de la ciudad. Allí conoció a Sor. Josefa,  una monja muy instruida y piadosa. Dominaba seis idiomas, además de saber Química, tocar piano y pintar.  

            –Le presento al Dr. Hernández, hermana –dijo el Dr. Langskberg. José Gregorio y la monja se conocieron y saludaron con el protocolo acostumbrado.

            –Yo le tengo cierta aversión a las ciencias médicas –díjole Sor. Josefa a José Gregorio –: después de haberla estudiado un poco, fue para mí motivo de pecado por haberme sentido orgullosa de conocer algo de esa ciencia. 

            En esto, interrumpió el Dr.  Langskberg y dijo:

            –Fue ella quien me enseñó a diagnosticar y tratar la fiebre amarilla. 

            José Gregorio era consciente de lo que seguramente había meditado muchas veces en el libro La Imitación de Cristo: que la ciencia sin virtud, de nada sirve. Su exquisita pasión por servir le impedía enorgullecerse y creerse más que los demás. El ocultamiento, el servicio silencioso y sumiso eran notas características de este venezolano que voluntariamente dejaba la gran  Caracas para establecerse, hasta que la providencia lo quisiera, en un pueblo lejano y olvidado. 

            Aprovechó aquellos días en Curazao para comprar camisas,  calzones, interiores y dos vestidos de género. 

            Transcurridos aquellos cuatro días en Curazao,  se embarcó nuevamente para dirigirse a Maracaibo donde, hospedado en un hotel,  permaneció siete días más. Allí conoció hospitales y médicos de gran prestigio, entre los cuales trató al Dr. Dagnino. Una de sus muchas cartas que escribió a su amigo Domicini habla de la buena impresión que tuvo de Maracaibo: "las iglesias muy bonitas y limpias, y la gente oye misa con mucho recogimiento".

 

 

 

CAPÍTULO 2

EXPERIENCIA RURAL

 

 

            Hacía diecisiete días que José Gregorio había salido de Caracas e iba por escalas a su natal Isnotú. Se encontraba en ese momento en Maracaibo y, ahora le tocaba dirigirse al Estado Trujillo,  pero tenía que hacerlo en mula, porque para entonces, era la mejor forma posible. Este viaje de Maracaibo a Trujillo fue sumamente agotador, debido a los escabrosos caminos. 

            La llegada a su pueblo natal de Isnotú fue muy emotiva. Allí le recibió su padre, su hermana Isolina, la nueva esposa de su padre y los hermanos nacidos de esa nueva unión. 

            Con el corazón lleno de recuerdos,  al ver las calles por donde se había criado, se dirigió,  tal cómo lo había programado, al cementerio a visitar la tumba de su querida madre. Allí estaba la piedra gigante sobre la cual solía sentarse a pensar cuando era niño y recién había muerto su madre. 

            Estando arrodillado  frente a la tumba de su madre, dijo en voz alta, como dialogando: 

            –Ayúdame a cumplir la misión que me encargaste un día y, que Dios, en sus santos designios, ha puesto en mis manos de humilde pecador. ¡Guíame ahora, que no te tengo a ti!  

            Sus servicios médicos en Isnotú eran de alto humanismo y gran rigor científico. Se había suscrito para recibir un periódico de Francia, con el que se actualizaba constantemente. El encuentro con los pacientes le hacía ver la necesidad de actualizar su ciencia académica. 

 

Suponemos que esta foto de José Gregorio, que ha corrido por las redes, se refiere al camino desde Maracaibo hasta Isnotú en agosto de 1888, después de haber salido de Caracas diecisiete días atrás. Tenía que hacerlo en mula y fue, debido a los escabrosos caminos, un viaje muy agotador.

 

            Había una ciencia superior que lo guiaba: la Gracia de Dios. Su sencillez de corazón hacía que su alma se elevara ininterrumpidamente hacia Dios, quien era la única razón de sus acciones. Su rica interioridad hacía de él, una persona serena, libre y, al mismo tiempo,  correcta. No faltaba a su oración diaria y a su meditación con el libro La Imitación de Cristo,  de donde se alimentaba su recta intención y sus actitudes. En realidad, cada enfermo era para él como un libro abierto donde aprendía, desde la fe y el amor, el significado profundo de la miseria y el dolor. 

            Parecía que mientras más tocaba la miseria humana,  más aumentaba su proyecto de ir a estudiar a París, para poder profundizar en las ciencias médicas y así servir mejor. De hecho, en una carta que escribió a su amigo Dominici el 12 de septiembre de ese año 1888, le comentó: "el poco tiempo que estoy aquí me ha dado esperanza de poder reunir dinero suficiente para que hagamos nuestro proyectado viaje a Europa; papá dice, que él cree, que haré más de tres mil pesos, que calculo como cifra indispensable para poder estar algún tiempo en París". 

            El espíritu despierto de José Gregorio, le hacía darse cuenta de los desvíos de actitudes que tenían los habitantes de aquellos poblados llenos de campesinos. Un día,  al llegar de la jornada donde asistió varios enfermos, dijo a su hermana Isolina: 

            –Es difícil curar a la gente de aquí.

             –¿Por qué lo dices? 

            –Porque hay que luchar contra las cosas que cree la gente. Hoy fui a una casa a curar un caso de disentería,  ¡y adivina qué!: me encontré con que creen en el daño, en las gallinas y vacas negras, en los remedios que se hacen diciendo palabras misteriosas. –Y remarcó con enfática expresión–: yo nunca me imaginaba que estuviéramos tan atrasados en estos países. 

            Antes de acostarse ese día,  leyó detenidamente unos artículos de un libro de un autor llamado Pepper sobre las enfermedades que más abundaban en aquel entonces, como la  disentería, el asma, la tuberculosis y el reumatismo. 

 

UNA JORNADA NORMAL DEL DR. HERNÁNDEZ 

            Era un día de septiembre del año 1888. El joven doctor se levantó a las siete de la mañana e hizo, luego,  un buen tiempo de silencio y oración personal,  con la cual sacaba motivaciones espirituales y humanas para comenzar el día. Desayunó y luego, a eso de las 8.30 am, fue a visitar, allí en Isnotú, a domicilio, cuatro enfermos. Era muy preciso en las visitas: no caía en palabrerías ni conversaciones inútiles.

            A eso de las 11 am se dirigió en caballo a Betijoque, que quedaba a 7 kilómetros de distancia, para atender otras  tres personas: una mujer que tenía cistitis, un señor que estaba enfermo de irido coroiditis y una anciana con fiebre. Era notorio cómo José Gregorio atendía a cada persona, como si fuera la única que existía, es decir, lo hacía con delicadeza extrema: sabiendo que cada ser humano estaba hecho a imagen y semejanza de Dios. En una carta que envió a su amigo Dominici, José Gregorio le cuenta algo de esta anciana de Betijoque, con fiebre: “todavía no he hecho mi diagnóstico: sospecho que sea una tifoidea".

            Después de ello,  José Gregorio vuelve a Isnotú a almorzar y, después de almorzar y hacer un pequeño tiempo de descanso, se puso a leer hasta las tres de la tarde y, luego tuvo una conversación con su padre. 

            –Debo salir de nuevo a ver a mis pacientes. 

            –¡Pero,  si estuviste esta mañana! 

            –Mis enfermos me necesitan cuanto más tiempo,  mejor.

            Y salió de nuevo, a repasar los siete enfermos: los cuatro de Isnotú y los tres de Betijoque. Al llegar a su casa, como a las seis de la tarde,  cenó, hizo unas oraciones y hasta las 10 de la noche leyó artículos científicos de la revista francesa que le llegaba y algún capítulo de su autor favorito Pepper.  

            Mientras tanto, en Caracas había gran entusiasmo por la construcción del Gran Hospital Vargas, decretada por el Presidente de la República, Dr. Rojas Paúl, en Gaceta Oficial dos meses atrás. El Hospital sería una imitación   del hospital Lariboissiere de París. Con esta ocasión el Estado estaba organizando abrir cátedras nuevas para asegurar un buen abastecimiento del nuevo hospital. ¡A hospital nuevo, nuevas especialidades! No era un secreto que, al mirar los adelantos científicos de Francia y Alemania, la medicina venezolana se veía retrasada.  

            José Gregorio seguía su labor médica entre Valera, Boconó e Isnotú con gran esmero y vocación. Estaba adelgazando debido al mucho ejercicio a caballo que el servicio le exigía. Interiormente sufría al palpar tantos enfermos que no tenían bastante fe para asumir el dolor ni suficientes recursos para curar sus dolencias del cuerpo. En una carta que escribió a Domicini,  le dijo: "todo, a mi alrededor lo veo muy negro".  

 

4 DE OCTUBRE DE 1888 

            Ese día José Gregorio había meditado sobre la obra de San Francisco de Asís, pues era su memoria litúrgica. Meditó esa mañana sobre la gracia que recibió este santo de percibir a Dios como la Realidad más real, reflejada también en la naturaleza creada. 

            En la tarde, al llegar de sus tareas cotidianas, a eso de las seis, de pronto llegó un señor a caballo.

            –Doctor,  por favor, necesito que vaya a mi casa que mi madre está muy grave. 

            –¿Más o menos, qué tiene? Para llevar algunas medicinas. 

             –Una tembladera de fiebre y una puntá atrás. –dijo el buen hombre con tono campesino.

            –¿A cuánto, de aquí? 

            –A seis leguas,  después de aquellos cerros que se ven allá –y señala con su dedo índice unas lejanas montañas. 

            Ensilló de inmediato su caballo y, los dos se fueron en un camino casi oscuro. Había ambiente de lluvia. Cuando llevaban dos leguas de recorrido, la noche se les vino encima.

            –Mi caballo tiende a encabritarse –dijo José Gregorio a su compañero jinete. 

            –Apresuremos el paso, doctorcito,  porque lo que viene es tormenta: parece que es el cordonazo de San Francisco. 

            Transcurrida media hora, sonó una primera centella muy intensa, tanto que el instante de resplandor hizo ver una larga serpiente que pasaba  de un extremo a otro del camino. Pudieron ver también en ese instante los cerros y el cielo lleno de agua. José Gregorio se quedó como ciego por cinco segundos. A pocos segundos de intervalo vino el trueno e inmediatamente grandes gotas que muy pronto se hicieron chorros de agua. Ellos se empaparon completamente, y el camino, inundado de agua,  se puso resbaladizo. Llegaron a la casa de la enferma a las dos de la madrugada.

 Las experiencias rurales que el joven médico iba teniendo, y las continuas profundizaciones que hacía de la medicina francesa por medio de las revistas que recibía,  le daban motivos para pensar en cuánto la medicina venezolana necesitaba pasar de la teoría a lo experimental. Era necesario profundizar en las enfermedades y escudriñar sobre sus constituciones  en laboratorios, descubriendo, de esta forma, causas, consecuencias y soluciones.  Su proyección de futuro en aquellos ambientes rurales, le hacía comprender cuán necesario le era comprometerse más en su profesión. 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPITULO 3

UNA GRAN SORPRESA//ESTANCIA EN PARÍS

 

            Después de varios meses de movimiento profesional en círculos rurales, a José Gregorio le llega una carta de uno de sus profesores  que le dio clases en Caracas. 

 

             –José Gregorio: te ha llegado una carta de Caracas –le dice su padre. Y la toma.

 

            –Es del insigne y reconocido profesor, orgullo Nacional,  Dr. Calixto González–dijo José Gregorio, al ver el sobre identificado.

 

            La abre y va leyendo. Levanta las cejas con extrañeza,  mientras va leyendo internamente: "el Presidente de la República proyecta el envío a Europa de un joven de aptitudes para que estudie ciertas materias experimentales, y me he atrevido a recomendarlo,  pues creo que usted reúne las condiciones requeridas para tan importante misión. Salvo tener inconveniente, debe trasladarse a Caracas dispuesto a seguir viaje a Europa para cursar los estudios exigidos".

 

            Fue una sorpresa demasiado grande: al fin vería su sueño cumplido. Lo analizó cuidadosamente y,  al final respondió positivamente a la carta de su anterior profesor. El ejecutivo Nacional publicó la Resolución, oficialmente en Julio de 1889, donde  se expresaba la decisión de enviar a José Gregorio a estudiar a París. 

 

            Se embarcó para irse  a Caracas y, al estar allá, fue a compartir la novedad con su gran amigo, Dominici. 

 

            –Allá vas a conocer al gran Émile Roux,  bacteriólogo e inmunólogo, discípulo de Louis Pasteur. Infórmate bien de los trabajos de estos grandes hombres,  que tanto han hecho para dominar el cólera y el garrotillo. 

 

            –La Providencia ha querido que yo vaya a Francia,  cuando eras tú el que debías ir. Pero estoy seguro que pronto me seguirás.   

 

            AGOSTO DE 1889

 

            Transcurrido el tiempo necesario, para prepararse, emprende viaje en un barco de vapor francés. Tardó más de un mes. Al llegar a tierra,  conoció el ferrocarril y, se admiró de la campiña francesa, de su verdor húmedo, que le recuerda los andes. Se hospeda en una pensión del barrio latino,  cerca de la Plaza Maubert y el Boulevard Saint Germain. El idioma francés lo hablaba perfectamente, al igual que otros idiomas, como el alemán y el inglés; también tenía grandes conocimientos de latín y hebreo.

 

            Al día siguiente, comenzó su tarea científica, para la cual fue becado por su país. Se dirige a la Facultad de Medicina de París y se presenta, nada más y, nada menos que al profesor Mathias Duval. 

 

            –Ilustrísimo: un gusto conocerle personalmente. Lo conozco por la lectura de sus libros. Aquí presento las cartas de recomendación de las autoridades venezolanas. 

            –Muy bien, mi joven amigo, espero que nos entendamos bien, porque nuestro objetivo es el mismo: arrebatar a la naturaleza sus secretos, para el progreso de la Medicina. 

 

            Los meses siguientes fueron de mucha actividad científica. Su profesor Duval le enseñó a usar el microscopio y, a analizar lo que por allí ve,  y le prepara para el estudio de los tejidos orgánicos. 

 

            Esos meses estaban siendo muy provechosos: no sólo a nivel científico, sino también a nivel de fe. Parecía que, mientras más se sumergía en los misterios de la naturaleza,  más su mente se dirigía a Dios y sus menesteres. Le causaba mucho asombro, el hecho de la constitución de las células. Mientras sus ojos y, su intelecto, observaban lo más mínimo del cuerpo humano,  su corazón se elevaba místicamente  hacia lo más íntimo de Dios. Pasaba por su memoria la idea del libro La Imitación de Cristo: “no trates de arrojarte bien alguno, ni atribuyas a ningún hombre la virtud, antes refiérelo todo a Dios, sin el cual carece el hombre de todas las cosas”.

 

            En París,  frecuentaba la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús,  donde asistía a misa cada domingo y, donde, con asiduidad, iba a saborear el silencio de aquel elegante templo. Sacaba tiempo para leer libros de teología,  con los cuales consolidaba sus convicciones religiosas. 

 

            Su vida en París transcurrió entre el estudio y los laboratorios. Daba ejemplo de disciplina y buen administrador de su tiempo y dinero. Los seiscientos bolívares mensuales que el Estado venezolano le proporcionaba,  procuraba darle un buen uso, hasta el punto que le alcanzaba incluso para enviar, de sus ahorros, algunas monedas a su tía María Isolina. 

 

            Cada día que pasaba, causaba admiración en sus profesores y, mientras algunos compañeros gastaban su tiempo en diversiones mal sanas, él disfrutaba con los libros y laboratorios. 

 

MALA JUGADA DE SUS COMPAÑEROS 

 

            Un día, sus compañeros,  molestos y por envidia, planearon ponerle una trampa: dejarle a solas con una afamada prostituta llamada Chatton.  Ese día por la mañana José Gregorio había meditado el capitulo 20 del tercer libro de La Imitación de Cristo. Su alma estaba fortalecida y plenificada con una oración que pone dicho libro: "concédeme,  dulcísimo y amantísimo Jesús, descansar en Ti por encima de toda criatura, es decir, sobre toda salud y belleza, sobre toda gloria y honor, sobre todo poder y dignidad, sobre toda ciencia y sutileza”. 

                                   

            Con estos altos pensamientos asumidos y aplicados,  los compañeros dejan a José Gregorio, engañado, con la mujer de mala vida más famosa de París.  Él, con naturalidad, y haciendo internamente una sabia comparación entre la belleza y eternidad de Dios y la caducidad de las criaturas,  comienza a aconsejar a la Chatton, proponiéndole normas de vida y acotándole sobre la dignidad humana, hasta el punto que ésta, después de una hora,  sale a decirle a los que organizaron la trampa:

 

            –¿Qué?, ¿Cómo te fue? –le preguntan a ella.

 

            –La verdad, les digo,  que si pudiese y desease contraer matrimonio,  lo escogería a él y a ninguno de ustedes. Se portó como un caballero, con una dama tan complicada como yo

 

            Por esta y muchas otras razones,  el doctor Razetti llegó a decir: "creo que hay virtudes que se pueden imitar,  pero la castidad de Hernández, no".

 

 

            UNA MUY MALA NOTICIA 

 

             En marzo de 1890, a siete meses de haber llegado José Gregorio a París,  recibe la lamentable noticia de la muerte de su padre, don Benigno Hernández, cosa que le causó gran dolor. Transido de dolor por no haber estado junto a su padre en el último momento, se dispuso enviar cartas a su madrastra y hermanos alentándoles en tan dolorosa prueba para la familia. El luto lo vivió con dolor, pero con muchísima esperanza.

 

 José Gregorio nombró como apoderado para las cuestiones legales de las que debía ocuparse como hermano mayor a su cuñado Temístocles Carvallo. Con un nuevo gesto de generosidad, José Gregorio entregó toda su herencia a sus sobrinos, los hijos de su hermana Sofía con el señor Carvallo.

 

Ayudado por la fe, pudo ir superando el luto. Los meses siguientes fueron de intenso trabajo intelectual. Se iba empapando de novedades científicas e iba planificando la manera de aplicar en Venezuela algo de aquellos avances. 

 

 El día 8 de diciembre escribe una carta al Ministro de Instrucción Pública de Caracas,  participándole de algunos de sus próximos planes. Esto escribió: "me es grato participarle que pronto se va a realizar el objeto primordial de la misión que se me encomendó: la introducción en nuestro País de los estudios que constituyen el principal orgullo de la ciencia moderna. Me apresuro a enviar la lista de los aparatos e instrumentos necesarios para la fundación del Laboratorio  de Fisiología Experimental de la Ilustre Universidad Central de Venezuela…, con lo que nuestro presidente de la República, el Sr. Dr. Raimundo Andueza, se presentará a la admiración de sus conciudadanos".

 

 

 

 

CULMINANDO SU TAREA EN PARÍS

 

Su estadía en París estaba siendo una experiencia de rendimiento máximo en sus labores profesionales,  hasta tal punto que el Dr. Straus, su profesor de Anatomía le otorgó en público una medalla por ser considerado mejor médico alumno de la especialidad. 

 

   El regreso a Venezuela estaba pautado para diciembre de 1890, pero algunas circunstancias retrasan el viaje. El 5 de noviembre de 1890 escribe una carta a su tía María Luisa, donde le dice: "tendré que esperar dos o tres meses más para regresar,  porque tengo que recibir y llevar el laboratorio que el gobierno necesita… además estos meses son tiempos malos para viajar, pues el mar suele embravecer". Después de esta carta pasaron nueve meses más en París. 

 

 

 

 

 

 

CAPITULO 4

DE VUELTA A VENEZUELA:     MÉDICO Y PROFESOR

 

 

SEPTIEMBRE DE 1891

 

Después de dos años y un mes en Francia,  José Gregorio regresa a su País, lleno de inmensas novedades científicas: lleno, no sólo de intelectualidad, sino también de instrumentos especializadísimos para la época. Contaba con 27 años de edad.

 

En Caracas, se establece nuevamente en casa de doña Matilde en la Pastora. La casa estaba igual que antes: allí estaban el patio, el jardín, su viejo piano, las trinitarias y, en el rincón, el crucifijo. 

 

–¡Mi querido José Gregorio ha vuelto! ¡Gracias a Dios! –exclamó doña Matilde, abrazándolo. 

 

–¡La buena doña Matilde: aquí me tiene otra vez! –repuso él. 

 

Muy pronto comenzó las consultas en la propia casa. Asistía a misa todos los días y, comulgaba con mucho fervor. Le gustaba orar de rodillas y con la cabeza inclinada hacia abajo,  como quien desea besar el suelo. Su caminar era apresurado, sus cabellos y bigotes siempre bien teñidos y presentados, su vestir casi siempre era de negro, de piel era muy blanco. 

 

Aunque sus visitas eran cortas  y precisas, los enfermos, al tenerlo frente a ellos, se sentían protegidos y esperanzados. José Gregorio ardía por dentro en ansias de hacer el bien. Tenía el don de escuchar con el corazón. Los pacientes contaban sus historias y él oía con mucha paciencia y empatía todos los síntomas, uno tras otro. Tenía también el don de saber expresar lo esencial y, lo que el paciente necesitaba saber, sin cortar lo necesario y, sin agregar lo innecesario. 

 

 

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Uno de aquellos días de trabajo a domicilio, se hallaba con un enfermo que era muy pobre, y así lo trató:

 

–Saque la lengua–le dijo José Gregorio. Chequeó cuidadosamente, le puso el termómetro, le hizo varias preguntas sobre los síntomas, le ordenó la dieta detalladamente explicada, le puso un sobre con dinero debajo de la almohada y le dio el récipe.

 

–Con eso se pone bueno. ¡Adiós! –dijo eso y salió de inmediato de la casa. Era muy común en él estas actitudes con las personas que no podían pagar, e incluso a veces les regalaba algunas medicinas. Al salir, se encontró con varias personas pobres y sacaba del chaleco dinero sencillo (monedas) y las iba repartiendo, lo cual le producía mucho gozo. 

 

Mientras tanto,  la Universidad de Venezuela se preparaba para iniciar las nuevas cátedras. El 4 de Noviembre de 1891 el presidente de la República  decretó la creación de las cátedras de Histología Normal y Patología, Fisiología Experimental y Bacteriología y mandó a instalar el laboratorio comprado en Europa.

 

El Dr. Elías Rodríguez era, entonces, el rector de la Universidad Central y, dice a José Gregorio: 

 

–Ha llegado el momento de encender el motor que va a mover la Medicina en nuestra patria. 

 

El 6 de noviembre José Gregorio tomó posesión de estas cátedras y, es nombrado director del laboratorio. En su tarea de educador,  iba dando muestras de pulcritud en su estilo de dar las clases y, llevar a los jóvenes universitarios al más alto conocimiento científico. Era ejemplar en la puntualidad y en la capacidad de dar todo su talento en la construcción de la Medicina venezolana. Los alumnos notaban fácilmente que llevaba las clases bien preparadas. Es, en esta época, donde se ponen las bases para crear el Colegio de Médicos de Venezuela: José Gregorio es llamado a formar parte de este organismo.  

 

   ENERO DE 1892

 

Sus clases de Fisiología Experimental le iban exigiendo nuevas estrategias para que los alumnos comprendieran, no sólo desde la teoría,  sino también desde la práctica. En diálogo con un alumno, dice: 

 

–Estoy sorprendido de un fenómeno excepcional en estos linderos.

 

 

–¿Cuál? –acotó el joven.

 

–Que la gente de acá tiene menos glóbulos rojos en la sangre que la gente de los países septentrionales. Pero, para estar más seguros hace falta repetir varias veces el experimento.

 

La creatividad del Dr. Hernández era grandiosa. Para lograr la tarea antes dicha, tuvo la idea de escribir una carta al Ministro de Instrucciones Públicas, en la que le hace una solicitud: "recurro a UD,  ciudadano ministro, suplicándole me permita hacer unas pruebas de sangre con los soldados… para que vengan diariamente al Laboratorio de la Universidad, tres o cuatro de los más jóvenes… bastando una pequeñísima gota de sangre, extraído del dedo indicador". 

 

En 1893 asiste, representando a Venezuela,  a Washington, al Primer Congreso Panamericano,  llevando una presentación elaborada por él sobre el número de glóbulos rojos en la sangre humana. No le movía la vana presunción, sino la firme determinación de que valía la pena poner activa toda la creatividad, con tal de hacer algo en favor de la vida humana. Era un hombre flechado por el bien. En una de las sesiones del Congreso se reconoció que la Cátedra de Bacteriología, traída por José Gregorio, era la primera fundada en América. 

 

Su bondad y rectitud iban llamando la atención de grandes personalidades de la época, sobre todo,  por la simplicidad de sus acciones, es decir, porque actuaba como sin darse cuenta de sus méritos. Cada obra en favor del prójimo tenía una carga inmensa de esencialidad, es decir: sus obras no estaban masificadas por palabrerías estériles, sino informadas por lo esencial.   "El Dr. Hernández habla bien de otros médicos", se decía, con cierta extrañeza, para sí, el escritor Francisco de Sales Pérez. Este célebre escritor colocó en un artículo de la revista El Cojo Ilustrado que José Gregorio sabía "una ciencia que no se aprende en las academias: sabe hacerse amar".

 

Su vida la desarrollaba entre la universidad y el ejercicio de la medicina en su casa y a domicilio. En 1906 publica su primera obra literaria titulada Elementos de Bacteriología,  fruto de su trabajo de investigador. 

 

 LE DEVORA LA SED DE DIOS

 

Una actitud muy valiosa de nuestro médico,  era que, de lo que él dependía, trataba de vivir al máximo el momento presente, con tal estuviera seguro de ser la voluntad de Dios. Las ocupaciones en aulas de clases y laboratorios, la atención a los enfermos en una habitación acondicionada en su casa y, las consultas a domicilio, no le sacaban de la presencia de Dios; pero en lo mas profundo de su ser venia sintiendo un especial deseo de Dios y un anhelo inmenso de soledad,  para estar sumergido en Dios de modo especial. 

 

Un día del año 1908, José Gregorio se encontraba hablando con su amigo, el señor Blas Pappaterra. 

 

–Busquemos en este mapa dónde queda Farneta. Sé que es en Italia,  pero en qué parte –dijo y preguntó José Gregorio. 

 

–Farneta,  Farneta –decía el señor Blas, mientras visualizada el mapa en ademán de búsqueda–: aquí está –dijo, señalando con su dedo. Y prosiguió:  –¿Y por qué preguntas por esa pequeña parroquia de Lucca?

 

–Deseo ingresar en la Cartuja de Farneta –dijo José Gregorio.

 

 El señor Blass se quedó mudo, pues la noticia le cayó como un balde de agua fría.  Significaba que el ya afamado médico de Caracas iba a encerrarse en las paredes de un monasterio para dedicarse especialmente a la contemplación. 

 

–Lo he hablado con mi confesor, Monseñor Juan Bautista Castro: salgo para Italia el 4 de Junio. –Y dijo –: aun recuerdo lo que hablamos el Arzobispo y yo.

 

Y, en ese momento, José Gregorio se quedó en silencio y trajo a la mente los dos compromisos acordados con el Arzobispo: "que vaya a la Cartuja a darme las órdenes al llegar el día; pues mi mayor deseo es recibirlas de mi amadísimo Prelado; y también que no dejaría de disculparme con mi familia por la necesidad en que me veo de dejarla".

 

José Gregorio había saboreado muchísimo este pensamiento del libro La Imitación de Cristo: "los más grandes santos evitaban en lo posible el consorcio de los hombres y preferían prestar servicio a Dios en el secreto de la soledad". Esos momentos de soledad los hacía José Gregorio todos los días en la mañana, pero día a día iba creciendo el deseo de consagrar la vida a un servicio más directo a Dios en la vocación meramente contemplativa. 

 

 

 JUNIO DE 1908

 

José Gregorio finiquitó todos los asuntos legales y familiares y, el 04 de junio salió  secretamente para Europa,  en Ferrocarril. Desde puerto Cabello escribió una carta a Cesar, donde,  entre otras cosas, escribe: "tu comprendes lo doloroso que es para mí esta separación de mi familia,  a quien quiero entrañablemente, y que por esta causa no he tenido el valor para decirles adiós de palabra, solamente por obedecer al llamamiento divino he podido dar este paso, que es para mí tan duro".

 

Los comentarios, en la sociedad, no se hicieron esperar. "La Sociedad de Caracas está de duelo ", exponía el diario El Universal de Caracas. "La Universidad de Caracas lamenta la separación de un profesor ilustrado", dijo el doctor Luis Razetti. "¿Habrá sufrido alguna decepción?", se preguntaban otros.

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO 5

UN DESCUBRIMIENTO

 

 

Una vez dado el ingreso a la Cartuja, al mes, José Gregorio, como novicio, recibió un nuevo nombre,  según la norma de la Orden: fray Marcelo. Pero, antes de tomar el nombre, respondió a la pregunta de cómo conoció la Cartuja y, qué le movió a ingresar allí; dijo: "He leído tantas veces en la Imitación de Cristo aquellas palabras que se refieren a los Cartujos que, no es poca cosa morar en Monasterios y vivir en ellos sin palabras de queja y, perseverar fiel hasta la muerte… así conocí yo a la Cartuja y me decidí a abrazar su género de vida".

 

   Gozaba de la vida monástica, pero el ritmo de los días iba resultando poco a poco muy pesado. En una visita de Monseñor Castro a la Cartuja,  éste hizo el siguiente comentario: “Nunca he estado tan impresionado por la ausencia más completa de todo ruido,  como si hubiese bajado al fondo de una tumba”.

 

 

SU AMOR A LA FAMILIA

 

Un día, el padre M. Arteaga fue a visitar a José Gregorio y,  después de haber hecho un recorrido por el monasterio, surgió una conversación. 

 

 –Mis oraciones son todas por mi familia, cada día aplico mi corazón por cada uno de ellos: las misas, el oficio divino, el de la Santísima Virgen, el ayuno,  las vigilias y demás obras… empezando por mi hermana, después por cada uno de mis siete hermanos, luego por mis dos cuñados y por mis doce sobrinos  y, así que termino, vuelvo a empezar. Hoy es el día de Blanca; de esta manera, así los tengo a todos en mi corazón. 

 

Transcurrían los meses y, entre el clima frío y las fuertes disciplinas,  hacían que nuestro santo fuera desistiendo de esa vocación. Las noches heladas, aquellas paredes húmedas,  aquellas celdas desprovistas de casi todo, entumecían sus huesos y lo ponían al borde de la inmovilidad. Allí se cumplía perfectamente lo que dice el libro La Imitación de Cristo, que “los más grandes santos a los ojos de Dios son los más pequeños a sus propios ojos y, cuanto más aureolados de gloria, tanto más humildes se creen”.

 

 Así fue el diálogo con el Superior del monasterio. 

 

–Por lo que vamos observando,  la vida contemplativa no es su vocación,  sino la vida activa –y continuó–: puede entrar a la orden de los Jesuitas o hacerse sacerdote secular. Vuélvase a su país y, trate de adquirir lo que le falta.

 

Descubrió en estas palabras la expresión de la voluntad de Dios. Así que, logra, por medio de su hermano César, formalizar la entrada al Seminario Metropolitano de Caracas para ser sacerdote. 

 

 Después de diez meses en la Cartuja,  José Gregorio llegó a Caracas el 21 de  abril de 1909 e inmediatamente ingresa al Seminario. Allí era visitado por numerosas personas que se regocijaban con su regreso. Los componentes universitarios hicieron presión para que José Gregorio volviera a las aulas, y lo lograron. Se retiró del Seminario y volvió a las aulas.

 

 Los cuatro años siguientes fueron tiempos de normal vida profesional y de servicio con los alumnos y los enfermos. 

 

NUEVO INTENTO 

 

En julio de 1913 decide partir a Roma, para internarse en el Colegio Pío Latino con el propósito, nuevamente, de prepararse a ser sacerdote. Tenía casi 49 años de edad.

 

 A comienzos de 1914 sufre un ataque de pleuresía, que provoca su salida del Colegio Pío Latinoamericano. En Milán le diagnostican tuberculosis y se ve forzado a regresar a Venezuela. El 21 de mayo escribió una carta a su hermano César, en la le habló de su recuperación: “nadie comprende lo que sería para mí regresar a Caracas después de haberme desprendido de todo y verme obligado a seguir la vida de antes; pero que en todo se cumpla la voluntad del Señor. Yo sé que el clima de Caracas me es muy favorable y que allá en pocos días me acabaré de mejorar”.

 

Hubo una conversación con el doctor Gilbert, uno de los médicos que lo atendían.

 

–¿Cómo se siente hoy?–le pregunta el doctor Gilbert.

 

–No tan bien. Mi enfermedad es una cosa más bien crónica, prolongada.  –Y continuó con aire melancólico –: estoy contento, aunque esta enfermedad trastorna mis proyectos.  –Y siguió, mirando un crucifijo que colgaba en la pared –: siempre he deseado la muerte que nos libra de tantos males y peligros y nos pone seguros en el cielo.

 

  –Recuerde que tiene que regresar a Caracas antes de invierno.  –Luego el doctor le hace otra pregunta –: ¿por qué a algunas personas les va mal en los proyectos? (José Gregorio se dio cuenta que se refería a él- a José Gregorio-)

 

 –No hay ninguna persona en el mundo a quien todas las cosas le resulten bien; siempre hay algunas que se echen a perder y, yo no podía ser la excepción, lo cual lo digo para consolarme al ver tuertas todas mis cosas.

 

José Gregorio era un hombre de sufrimiento, pues esa incesante búsqueda de la voluntad divina y esas señales de Dios, que le volteaba los planes, le hacían partir el corazón de incertidumbre y dolor. Pero, su alma se estaba alimentando de una idea de La Imitación de Cristo que “la perfección no está en gozar de muchas delicias y consuelos, sino en saber sufrir grandes penalidades y aflicciones”.

 

Regresa a Caracas, ya repuesto y, continúa su carrera de profesor y médico. En 1917 viaja a Nueva York para hacer estudios de especialización, con lo que demostraba su incansable apetito intelectual. Su cercanía a Dios no lo podía dejar indiferente ante el curso del tiempo y, con este, a la aparición de nuevas enfermedades con sus síntomas.

 

JOSÉ GREGORIO ANTE LA PANDEMIA DE 1918

 

            En octubre de 1918 llegó a Caracas la llamada Gripe Española, que, en dos años dejó más de cuarenta millones de muertos en todo el mundo. Sólo en Venezuela hubo algunos ochenta mil muertos, de los cuales mil quinientos se produjeron en Caracas.

 

            José Gregorio recién había llegado de Europa y, tanto él, como los doctores Razetti y Rangel, dieron todo su tiempo y talento para proteger la vida de los venezolanos. José Gregorio era el más experto en bacteriología, por lo que le correspondió una misión capital en la lucha contra la pandemia en Venezuela. Su trabajo fue clave para diagnosticar, aislar y tratar a los pacientes. Es en esta ocasión cuando José Gregorio utilizó durante días un automóvil con chofer para dar mayor alcance a su trabajo; pues, normalmente visitaba a los enfermos a pie, ya que gustaba de ese ejercicio.

 

 

102 años de la Gripe Española en Venezuela

Pandemia de 1918, en la que José Gregorio, como experto en Bacteriología,

tuvo una misión capital.

 

            Los ojos del Dr. Hernández veían una cantidad grandes de muertos por la pandemia y, su corazón creyente repasaba el pensamiento del pequeño libro La Imitación de Cristo que tanto guiaba su vida interior: “mientras vivimos en este mundo frágil, no podemos vivir sin tedio y dolor”. Su profesión, en ese momento especial de miseria, era como una especie de sacerdocio que se elevaba al cielo, como incienso precioso. Para él, contemplar el sufrimiento de su pueblo, era lo mismo que dirigir a Dios una secreta plegaria de adoración y alabanza. Mucho suspiró con ésta exclamación de La Imitación de Cristo; “¡Ah, qué profunda es la flaqueza humana, siempre propensa al mal!”.

 

Hay una conversación entre el Dr. Luis Razetti y José Gregorio.

 

–Hagamos una declaración pública, donde expongamos algunas verdades respecto a la epidemia –dijo Razetti.

 

–Tiene razón: debemos decir que lo que está matando a tanta gente no es la gripe propiamente dicha, sino el estado de absoluta pobreza y miseria en que vive la mayoría de los venezolanos –acotó José Gregorio.

–Sí. Además, la malnutrición y las condiciones antihigiénicas, muchos con padecimientos crónicos de paludismo y tuberculosis, hacen más fácil la muerte de tantos.

Después de dos meses de lucha, por fin, la pandemia logra salir de Venezuela en Diciembre de 1918.

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO 6

LA DULCE MUERTE TAN DESEADA

 

 

AÑO 1919

 

El Dr. Dominici,  amigo íntimo de José Gregorio,  se encontraba en casa, cuando al revisar unas carpetas,  detalló una de las cartas que José Gregorio le había mandado, dos años atrás, desde Nueva York. Decía así: "Te mando mi retrato,  ya que no puedo ir a estar contigo en estos días; en este retrato estoy de pie y no sentado, porque, como sabes, siempre ando caminando en bien de mis enfermos. Ya verás cómo la vejez camina a pasos rápidos hacia mí,  pero me consuelo pensando que, más allá, se encuentra la dulce muerte, tan deseada".

 

Esta carta,  en ninguna manera, era un aviso,  sino un resumen de toda una existencia que palpaba, por un lado, la concepción de la condición terrena como realidad frágil y caduca y, por otro, la intuición sobrenatural de la vida eterna. ¿Qué se pudiese esperar de un ser metido hasta el fondo en el conocimiento de las enfermedades y, al mismo tiempo,  embebido en Dios?

 

 Tenía 54 años y su labor no paraba, aunque ya no poseía la misma fuerza física que antes. Le costaba subir las veredas de Caracas para asistir a sus enfermos. Su buen estado de ánimo era motivo de admiración; pues, se trataba de un hombre cabal que adornaba su vida con virtudes humanas y cristianas en grados heroicos. Un colega suyo, de reconocido prestigio, el Dr. Francisco Rísquez, tenía este pensamiento, a propósito del doctor Hernández: "no he podido penetrar en esta psicología, ni he podido alcanzar a descubrir los secretos de esta ecuanimidad imperturbable".     

 

   Su naturalidad, bondad y rectitud,  lo hacían notar como si ya estuviera en el otro mundo, con todas sus tareas ya cumplidas.

 

 

29 DE JUNIO DE 1919

 

Era domingo y, como tal, asistió a la Santa Misa en la Iglesia de la Pastora,  en la cual participó de rodillas. Estaba cumpliendo ese día treinta y un año de graduado en Ciencias Médicas.  Aquella sería su última misa y su última comunión en este mundo. Allí rezo, de modo especial, por la paz del mundo.

 

Al salir de misa fue a visitar algunos enfermos y, luego visitó a los huérfanos del Asilo. Antes de mediodía pasó un momento a adorar el Santísimo que estaba expuesto en la Iglesia de San Mauricio.  Al toque de la campana de la Iglesia, al mediodía, rezó el Ángelus.

 

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El vehículo era un Hudson Essex.

 

Llegó a su casa: almorzó. A eso de las 2 pm llaman a su número telefónico (que era el 1720), para solicitar un servicio a una anciana que vivía entre Armadores y Cardones y, estaba grave. Hernández fue a la farmacia de Armadores para comprar algunas medicinas necesarias para la enferma anciana. 

 

Fernando Bustamante había cerrado su lugar de trabajo. Era mecánico dental. Conducía uno de los setecientos vehículos que había en toda Caracas para entonces. El vehículo era un Hudson Essex. José Gregorio salió de la farmacia de Amadores apresurado y, se dispuso a cruzar la calle por delante de un tranvía que estaba estacionado. Fernando Bustamante iba subiendo en el Hudson paralelo al tranvía a 30 kilómetros por hora. José Gregorio no se dio cuenta del vehículo,  el cual le golpeo de lado con el guardafangos, lo hizo perder el equilibrio y, al caer, se golpeo el cráneo, con el borde de la acera. Mientras caía, José Gregorio exclamó: "Virgen Santísima". El chófer salió consternado del vehículo, para luego llevarlo al hospital Vargas, junto a algunas personas que, se aglomeraron de inmediato. Allí murió. El sacerdote Tomás García, capellán del hospital, lo asistió espiritualmente.

 

   Al día siguiente,  toda la ciudad de Caracas se volcó a las calles, para rendirle tributo en una serie de actos que se iniciaron a las 7 de la mañana, con la misa de cuerpo presente y, concluyeron a las 9 de la noche, con su entierro en el Cementerio General del Sur.

 

    Así, en pleno servicio, terminó la vida terrenal de este excelente cristiano.

 

FIN

 

           DIÓCESIS DE ACARIGUA ARAURE-VENEZUELA

 

 

LIBROS CONSULTADOS:

 

-Carlos Ortiz 

José Gregorio Hernández CARTAS SELECTAS

 

-Miguel F. Yáber 

José Gregorio Hernández

 

-Manuel Díaz Álvarez 

José Gregorio El médico de los pobres

 

-Francisco J. Dupla 

Se Llamaba José Gregorio Hernández

 

Tomás de Kempis 

La Imitación de Cristo

 

 

 

 

 

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